Día 1: Llovió y se cayó el dron

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó el pasante con cara de tragedia mientras señalaba la mancha oscura en medio del lote.

Ese día arrancó con promesa de eficiencia. Un cielo limpio, la mochila lista, el dron cargado y una agenda apretada. En menos de tres horas pensábamos cubrir los cinco lotes de soja en floración para ajustar la estrategia de fungicidas. Pero la tecnología tenía otros planes. O mejor dicho: el clima.

A media mañana, nubes negras vinieron corriendo desde el oeste como tropas enemigas. El dron, a medio vuelo, quedó atrapado en una ráfaga inesperada. Lo último que vimos fue un giro histérico en la pantalla y después, silencio. Cayó en medio de un bajo, entre barro y yuyos.

Caminamos casi dos horas bajo lluvia fina para rescatarlo. Al final lo encontramos como un pájaro herido, con un ala rota y la cámara sucia. Todo el trabajo de imágenes aéreas, perdido. ¿Y los datos? Bien, gracias.

Esa tarde me quedé solo en el galpón mirando el aparato desmontado. Pensé en lo mucho que confiamos en estos fierros, como si fueran infalibles. Y cómo el campo, de manera brutal pero honesta, te recuerda que no hay algoritmo que controle el viento.

Reflexión del día: está buenísimo usar tecnología, pero no subestimemos al clima. El cielo, aunque no tenga batería ni manual de usuario, sigue mandando.

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