Esto me lo contó un colega en una jornada técnica y, si bien al principio me reí, después se me congeló la sonrisa.
En un barrio cerrado del norte bonaerense, un aplicador contratado por una empresa tercerizada tenía que hacer un control de malezas en un lote de producción orgánica. Recibió el croquis, el producto, y las instrucciones. Todo bien. Solo que, por esas cosas del apuro y la falta de comunicación, el muchacho terminó entrando a otro lote: el jardín de una familia vecina.
Aplicó herbicida en lo que pensaba era un sorgo en floración. Pero eran dalias y malvones.
Los vecinos vieron al tractor con botalón desplegado como si fuera una nave alienígena. Salieron corriendo. Gritos, denuncias, escándalo en el grupo de WhatsApp del barrio. La empresa casi pierde el contrato. El productor del lote original se quedó sin aplicar, y los vecinos sin jardín.
Esto no fue solo un error humano. Fue una falla de sistema: no había GPS cargado, el aplicador no conocía la zona, nadie lo acompañó. Y, sobre todo, nadie pensó que un barrio cerrado necesita algo más que una tranquera para delimitar espacios.
La trazabilidad no es solo para exportar. Es para evitar estas cagadas que nos hacen quedar mal a todos. Y sí, todavía hoy en cada jornada donde hay aplicadores, alguien tira el chiste: “¿Acá es el lote o el patio?”
