—Eso es para los pobres —me dijo un productor, sin mirarme, mientras firmaba el pedido de semilla de maíz transgénico por veinte bolsas.
Yo acababa de presentarle una propuesta para mejorar la base forrajera del establecimiento. Una mezcla de agropiro con trébol rojo, con algo de vicia. Un plan modesto para recuperar el suelo y bajar costos en el largo plazo. Pero no. Las pasturas no emocionan. No se sacan selfies en floración. No se suben al Instagram del campo moderno.
En muchas zonas, sembrar forraje se volvió un acto subversivo. Lo que antes era práctica obligada hoy parece un lujo o un atraso. Hay algo cultural que pesa más que lo técnico.
Entonces, ¿cómo hacemos para cambiar eso?
Creo que el primer paso es recuperar el relato. Mostrar casos reales donde el forraje no es sinónimo de pobreza, sino de resiliencia. Contar los márgenes. Mostrar cómo mejora la estructura del suelo. Demostrar que un buen rollo también paga.
Y hablar con orgullo. Porque a veces, los mismos técnicos le escapamos al tema. Hablamos de proteínas y de biotipos, pero nos da vergüenza decir que queremos sembrar una pradera.
Hay que recuperar la épica de las pasturas.
